El Libro de las Alas Eternas

El Libro de las Alas Eternas

Había una vez una niña llamada Lía, que vivía en un pequeño pueblo rodeado de montañas. Aunque su hogar era sencillo, en su habitación había un tesoro que nadie más poseía: un libro majestuoso, con una cubierta dorada que brillaba como el sol y páginas que parecían susurrar secretos al viento. Este no era un libro cualquiera. Era El Libro de las Alas Eternas, un portal hacia mundos que solo los corazones valientes podían explorar.

Cada vez que Lía abría el libro, algo mágico ocurría. Sentía cómo un puente invisible se extendía en su mente, conectándola con las historias de generaciones pasadas, de épocas lejanas, de planetas desconocidos. Era como si las voces de los antiguos narradores, los guardianes de los secretos del universo, le hablaran al oído, recordándole que las historias no solo eran palabras, sino verdades vivas que viajaban a través del tiempo.

Una tarde, mientras el sol se escondía detrás de las montañas, Lía decidió abrir el libro una vez más. Al pasar la primera página, sintió un cosquilleo en su espalda. Miró hacia atrás y, para su asombro, unas alas doradas comenzaban a crecer. Eran ligeras como el aire, pero fuertes como el acero. Antes de que pudiera comprender lo que ocurría, las alas la elevaron por los aires, llevándola más allá de su habitación, más allá de su pueblo, más allá de las nubes.

Desde lo alto, Lía podía ver el mundo entero. Con la visión de un águila, observó los ríos serpenteando como venas de la tierra, los bosques respirando al ritmo del viento, y las ciudades llenas de luces y sueños. Pero no solo veía el presente; también podía mirar hacia el pasado, donde los primeros cuentos nacieron alrededor de fogatas, y hacia el futuro, donde las historias aún no contadas esperaban ser descubiertas.

El libro la llevó al corazón de la selva, donde los animales salvajes le contaron sus secretos. Aprendió del león el valor de la valentía, del zorro la astucia, y del colibrí la importancia de disfrutar cada instante. Luego, se sumergió en el mundo de los insectos, donde las hormigas le enseñaron sobre el trabajo en equipo y las mariposas le recordaron que el cambio siempre trae belleza.

Pero su viaje no terminó ahí. Las alas la llevaron más alto, hasta el reino de las estrellas. Allí, conoció al Ser de la Luna, un guardián de la red de conciencia colectiva. Este ser, con ojos que reflejaban el universo entero, le explicó que cada historia que ella leía o imaginaba era como un hilo de luz que tejía la gran red que conectaba a todos los seres vivos.

—Lía, cada vez que compartes una historia, iluminas una parte del mundo —le dijo el Ser de la Luna—. Las historias no solo entretienen; sanan, inspiran y despiertan la verdad en quienes las escuchan.

Lía entendió entonces que su libro no era solo suyo. Era un regalo del universo, un puente entre generaciones, especies y mundos. Cada vez que lo abría, no solo viajaba; también ayudaba a tejer la red de conciencia colectiva, uniendo corazones y mentes a través de las verdades ancestrales que las historias contenían.

Cuando regresó a su habitación, con las alas aún brillando en su espalda, Lía supo que su misión era compartir lo que había aprendido. Cada cuento que leía, cada historia que imaginaba, era una chispa de luz que podía encender la magia en otros. Y así, con su libro en las manos y su corazón lleno de estrellas, Lía comenzó a contar sus propias historias, iluminando el mundo entero, una palabra a la vez.

Ilustración del cuento El Libro de las Alas Eternas
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Sol Hermans

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