El Faro del acantilado

Había una vez un faro solitario en la cima de un acantilado, rodeado por un mar que a menudo se volvía feroz. Las olas golpeaban con fuerza, los vientos rugían, y las tormentas parecían querer apagar su luz. Pero, sin importar cuán fuerte fuera la tempestad, el faro siempre permanecía encendido, guiando a los barcos perdidos en la oscuridad.

Un día, un marinero que había sobrevivido a una tormenta llegó al faro y, curioso, le preguntó al guardián:

—¿Cómo es posible que este faro nunca se apague, incluso en las peores tormentas?

El guardián, un hombre sabio y sereno, sonrió y respondió:

—El secreto no está en la fuerza del faro, sino en las pequeñas acciones que realizo cada día.

El marinero frunció el ceño, sin entender.

—¿Pequeñas acciones?

El guardián asintió y explicó:

—Cada mañana, reviso la lámpara y limpio el cristal para que la luz brille con claridad. Cada tarde, lleno el depósito de aceite, aunque parezca que no lo necesita. Y cada noche, antes de dormir, verifico que todo esté en su lugar. Esas pequeñas acciones, repetidas día tras día, son las que mantienen al faro encendido, incluso cuando las tormentas intentan apagarlo.

El marinero reflexionó en silencio, comprendiendo que no era un acto heroico lo que mantenía al faro funcionando, sino la constancia de los hábitos del guardián.

—Entonces, ¿los hábitos son como las piedras que forman un camino seguro? —preguntó el marinero.

—Exactamente —respondió el guardián—. Los hábitos son las piedras que colocamos cada día. Cuando llega la tormenta, no necesitas construir un camino nuevo; solo tienes que caminar por el que ya construiste.

Desde ese día, el marinero decidió construir su propio camino de hábitos. Cada pequeña acción que antes parecía insignificante, ahora tenía un propósito: prepararlo para las tempestades de la vida.