El Río y la Montaña

Había una vez un río que serpenteaba por un valle, fluyendo con gracia y libertad. Su agua era cristalina, suave, y llevaba vida a todo lo que tocaba: flores, árboles, animales. Pero, a pesar de su belleza, el río a veces se sentía perdido.

—Fluyo y fluyo, pero no sé hacia dónde voy —susurraba al viento.

En lo alto del valle, una montaña lo observaba en silencio. Era fuerte, firme, y parecía inamovible ante el paso del tiempo. Pero, en su interior, la montaña también sentía un vacío.

—Estoy aquí, sosteniendo todo, pero a veces me pregunto: ¿qué sentido tiene estar tan quieto? —pensaba la montaña.

Un día, el río decidió hablar con la montaña.

—Eres tan fuerte y estable. ¿Cómo lo haces? —preguntó el río.

La montaña sonrió y respondió:

—Y tú, ¿cómo logras moverte con tanta libertad y belleza?

Ambos se quedaron en silencio, reflexionando. Fue entonces cuando el viento, que había escuchado su conversación, intervino:

—No se dan cuenta, ¿verdad? Ustedes no están separados. Se necesitan el uno al otro.

El río y la montaña se miraron, confundidos.

—¿Cómo es eso posible? —preguntaron al unísono.

El viento explicó:

—Río, tu energía es femenina: fluida, creativa, cambiante. Traes vida y movimiento, pero sin dirección, puedes perderte. Montaña, tu energía es masculina: estable, protectora, estructurada. Das soporte, pero sin movimiento, puedes quedarte estancada. Juntos, son perfectos.

El río comenzó a entender.

—Entonces, ¿tú me das dirección? —le preguntó a la montaña.

—Y tú me das vida —respondió la montaña.

Desde ese día, el río y la montaña dejaron de verse como opuestos. El río fluía con libertad, pero siempre encontraba su camino gracias a la guía de la montaña. Y la montaña, aunque firme, sentía la alegría del movimiento al ver al río danzar a su alrededor.