El Jardín de las Flores Invisibles

El Jardín de las Flores Invisibles

Había una vez una niña llamada Sofía que vivía en una casa enorme, rodeada de un jardín tan grande que parecía no tener fin. En el centro de ese jardín había un árbol mágico, con ramas fuertes y una hamaca que colgaba como si esperara a alguien para balancearse. Aunque Sofía tenía todo ese espacio para jugar, su corazón anhelaba algo muy especial: soñaba con un jardín lleno de flores silvestres rosas. Las imaginaba de todos los tonos, desde el rosa más suave hasta el más vibrante, creciendo en cada rincón, desde las plantas más pequeñas hasta las más altas y majestuosas.

Pero, por más que pasaban los días, en su jardín no crecían flores silvestres rosas. En cambio, el suelo se llenaba de yuyos de todo tipo, especialmente ortigas que parecían multiplicarse sin control. Cada mañana, Sofía salía al jardín con la esperanza de encontrar al menos una flor rosa, pero siempre se encontraba con lo mismo: un mar de plantas que no eran lo que ella deseaba. Se sentía triste y frustrada, convencida de que su jardín no tenía abundancia, porque no tenía lo que ella quería.

Sofía comenzó a pedirle a Dios, al universo, a las estrellas, que le concedieran su deseo. Pero los días pasaban, y las flores rosas seguían sin aparecer. Una tarde, cansada de esperar, se sentó en la hamaca del árbol mágico. Con un suspiro profundo, miró al cielo y dijo:

—Si no puedo tener flores silvestres rosas, las imaginaré.

Cerró los ojos y dejó que su imaginación la llevara. De repente, su jardín se transformó. Vio flores rosas por todas partes: unas grandes, otras pequeñas, algunas de un rosa claro como el amanecer y otras de un rosa oscuro como el atardecer. Podía sentir la suavidad de sus pétalos, la textura aterciopelada de algunas de ellas, y el perfume dulce que llenaba el aire. Sofía se sintió tan feliz que comenzó a reír y a rodar entre las flores imaginarias. En voz alta, exclamó:

—¡Qué afortunada soy! Estoy tan feliz y agradecida de tener este hermoso jardín, de poder jugar y rodar entre las flores, de juntar ramos para decorar mi casa. ¡Gracias, gracias, gracias!

Esa tarde, Sofía vivió el momento más feliz de su vida. Aunque las flores no eran reales, su corazón estaba lleno de alegría y gratitud. Cuando abrió los ojos, el sol ya se estaba escondiendo. Se levantó de la hamaca, miró a su alrededor con una sonrisa y se fue a dormir con la imagen de su jardín lleno de flores rosas grabada en su mente.

A la mañana siguiente, con los primeros rayos del sol, Sofía se despertó temprano. Corrió hacia la ventana, abrió las cortinas y, para su sorpresa, vio algo increíble: pequeñas plantas nuevas habían comenzado a brotar en su jardín, y en sus capullos se asomaban delicados tonos de rosa. Sofía no podía creerlo. Su corazón se llenó de gratitud, y en ese momento entendió algo muy importante: la abundancia siempre había estado ahí, pero ella no la había visto porque estaba enfocada solo en lo que le faltaba.

Desde ese día, Sofía salió al jardín cada mañana, agradeciendo no solo por las flores rosas que ahora crecían, sino también por las ortigas, los yuyos y todo lo que hacía único a su jardín. Aprendió que la verdadera abundancia no está en lo que deseamos, sino en lo que ya tenemos y en cómo lo valoramos.

Y así, Sofía vivió feliz, rodeada de flores, gratitud y la magia de su propio corazón.

Ilustración del cuento El Jardín de las Flores Invisibles
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